REO DE MUERTE

REO DE MUERTE por Jose María Escudero Ramos

Desde que somos pequeños aprendemos a ser crueles. En el instituto diseccionando ranas o cortando las alas a las moscas para verlas por microscopios. Cazamos la mosca, la miramos, arrancamos un ala, luego la otra, mientras reímos diciendo «mira como da vueltas, ahora ya no puede volar» ¿Quién no ha sentido un revulsivo placer pisando una cucaracha? Cuando se pasea por cualquier vereda y uno ve un hormiguero ¿Quién no ha sentido la tentación de romper la fila de esas pequeñas trabajadoras hormigas arrastrando el pie por toda la hilera o tapar el hormiguero con un palito? Cuando nuestra pisada coincide con cualquier insecto ¿nos planteamos variar la pisada para no hacer mal o pisamos más fuerte para acabar con lo que hay abajo como si no valiese nada esa vida? No justifico el mal que he podido hacer pero sí puedo confirmar que yo, ahora, no soy el mismo que aquel tipo que una noche esperó sentado en el coche, en un mal sitio, en el momento equivocado. Soy la triste conclusión de una serie de malas decisiones.

He tenido 20 años para prepararme y lo único que me pesa ahora mismo es saber que por mucho que me ejecuten, la familia de la persona que murió no sufrirá ningún cambio; su dolor seguirá, su odio permanecerá. Yo no quería que muriese nadie. No quería que acabará así el robo. Yo conducía, ni siquiera llevaba pistola. Estaba esperando a que salieran todos al terminar el robo. Estaba todo calculado. La policía tenía que haber tardado más en venir pero ese agente llegó antes porque estaba cenando con su familia en Nochebuena muy cerca de la nave donde estábamos cometiendo el delito. Ni él ni yo deberíamos haber estado ahí esa noche y ese ha sido mi pesar durante los últimos años.

El director del centro me ha guiado durante todo el día como un gran anfitrión, indicándome en todo momento lo que tenía que hacer a diferentes horas, siguiendo el orden de la agenda de mi último día.

Lo de que uno puede elegir su comida preferida cuando va a ser lo último que va a comer, es un mito. Después de desayunar lo mismo que el resto de reclusos del Corredor de la Muerte, me dejaron hacer unas cuantas llamadas para despedirme de mis amigos y familiares. Por la mañana mi hijo vino a verme. Siente pena a pesar de que yo no he sido un padre ejemplar. Le abandoné cuando era niño, lo mismo que hizo mi padre conmigo después de pasarse unos años abusando de mí. Uno no sabe cómo se va a sentir hasta que no llega el momento de la despedida. Por mucho que uno ensaye el discurso final, no salen las palabras. ¿Qué voy a decir?, ¿qué sé que merezco esto?, ¿qué no es justa la pena de muerte?

Vacié mi armario, luego darán mis pertenencias a mi hijo. Me han permitido escribir una carta. Las últimas palabras son como una mala poesía en labios de un analfabeto. Mucho esfuerzo para decir lo más posible en poco tiempo y todo sale desordenadamente. Lo único que he podido decir con claridad es «Lo siento, no cometas mis errores, toma buenas decisiones. Te amo». Al final creo que soy más afortunado que cualquier familia que sufre la perdida repentina de un ser querido, ya sea por un accidente o por un asesinato. Yo he tenido tiempo para preparar este momento. Y de arrepentirme, pero nunca será suficiente… hasta hoy.

He preguntado al director cómo se siente después de acompañar a tantos condenados al cuarto de la muerte. Siempre se ha mostrado frío y duro pero hoy me ha respondido con una calidez poco habitual. Su respuesta fue que hay casos y casos, todo depende de las personas. Tiene que resultar difícil para él, sobre todo porque no saben cómo vamos a reaccionar a las inyecciones letales. La pregunta que se hacen siempre es si sufrimos o no. Las familias de los que han muerto por nuestra culpa desean que suframos tanto como han sufrido ellos. Normal. Les entiendo perfectamente.

Yo he tenido 20 años para resignarme a morir. Pronto me convertiré en estadística, en un punto especial en la visita al Museo de la prisión. Este negocio da mucho trabajo a la gente de este pueblo que acoge varias prisiones y un corredor de la muerte. Lo más visitado son la silla eléctrica, la cámara de gas, la sala donde se ejecuta por inyección letal y el cementerio.

Llega el momento de la ejecución. Me dirijo hacia el patíbulo. Por mi cabeza pasan muy rápidos miles de pensamientos. Reflexiono, hoy he pasado un día con un humor un tanto especial. Es por los nervios, me imagino. En estos años he leído mucho y he podido averiguar que en estados de estrés surge ese tipo de humor nervioso que ayuda a sostener momentos. La hora en la que he estado con mi hijo no he querido que lo pasara peor de lo que lo está pasando, he hecho un gran esfuerzo para no derrumbarme. El humor ayuda a superar la dureza de la última despedida.

Cada paso que doy me enfrento a mis miedos. Me asusta la muerte pero estos años he hecho la paz con lo malo que me ha traído aquí; la pena que tengo es que no me pueda llevar conmigo el dolor de los que aquí quedan.

La muerte es muerte. ¿Quién puede decir una buena forma de morir? Cuanto más tiempo vivas, más fácil será aceptar la muerte. He tenido tanto tiempo para reconocer el mal que he cometido, pedir perdón y perdonarme, y también para reinsertarme, lo que ocurre es que esto último no se me ha permitido demostrarlo.

En el centro penitenciario he abrazado el mundo espiritual. En la biblia se habla del perdón y del ojo por ojo. Y yo he de pagar ahora por el daño que he provocado. Espero que con mi muerte cese el sufrimiento de todos para que todos podamos tener esa conciencia limpia y cristalina, libre de culpa, libre de juicio.

Dan las once y media de la noche. Me acercan a una camilla con una extensión para los brazos que forma una cruz. Curioso final. ¿Seré como el ladrón bueno o como el malo? ¿Qué me espera más allá? Mis últimos 18 años han sido de una convicción absoluta en un Dios justo que perdona. Ahora espero que me acoja a su lado.

Afuera de la prisión hay dos grupos manifestándose, por un lado los que están en contra de la pena de muerte y por otro los que están deseando que llegue el momento de la ejecución. Llevan años odiando. Por mucho que se argumente a favor de la pena capital siempre queda una última pregunta, si no violan a los violadores, ni roban a los ladrones, ¿por qué matan a los asesinos?

Me pregunto, si se inventase la máquina del tiempo, ¿permitirían que tipos como yo pudieran volver al pasado para cambiar el sentido de tantas vidas? Si fuese así se cambiaría el presente y podría ser un caos. Todos tenemos que pasar por las vivencias que nos han hecho ser lo que somos. La muerte no sólo es que se apaga la vida de una persona, sino el surgir de unas emociones que forman personalidades en base a las vivencias que esos hechos han hecho sentir. En cierto sentido soy una herramienta del destino, una herramienta utilizada para hacer el mal. Alguien lo tenía que hacer y allí estaba yo, junto a la banda, resolviendo la vida y la muerte por una serie de malas decisiones tomadas en un periodo nefasto de mi vida. Actos que llevaron a la muerte a una persona en ese momento, y a la mía, 20 años y dos millones y medio de dólares después. Eso es lo que cuesta mantener a un reo en el corredor de la muerte: abogados, fiscales, costas de los juicios, todo el engranaje judicial y mantenimiento del recluso, además de las inyecciones que conducen al fin.

Me tumbo en la camilla. Me ponen una serie de enganches, no tengo escapatoria por lo que imagino serán para que no me retuerza de dolor en caso de que algo salga mal durante la serie de inyecciones. No es que se preocupen por el reo, es que no quieren que los testigos de esta atrocidad sufran nauseas ni cargos de conciencia. Por lo que he podido aprender, la inyección letal es una muerte rápida si es que todo sale bien. Consiste en tres fases, la primera es la sedación para quedar inconsciente. Inyectan Midazolan y luego una solución salina para limpiar la vía. Tras comprobar si estoy consciente vendrá la segunda fase consistente en un inmovilizador, Bromuro de Vecuronio. Luego otra solución salina y a por la tercera fase en la que se me inyectará Cloruro de Potasio, lo que hará que se me paralice el corazón y muera.

Me atan. Rezo. Estoy solo, separado por un cristal espejo por el que me miran los testigos y familiares tanto de la víctima como los que hayan querido venir de la mía. Yo les he pedido que no vengan. Si ya es duro ver «dormir para siempre» a tu mascota, que no vean mi proceso, no quiero que ninguno de los míos pase por esto. Nadie debería pasar por esto.

Siento la aguja de la vía entrar por mi vena. Me ponen una segunda por si falla la primera. Veo de reojo el gotero y las inyecciones.

Rezo con la mente aunque mis labios también se mueven.

Siento como entra la primera fase. En teoría no puedo sentir, pero siento… agonizar. Se me encharcan muy lentamente los pulmones, me asfixio pero no puedo gritar. Siento la segunda dosis. Me deja completamente inmovilizado pero siento igual, solo que no lo puedo decir, no me puedo expresar. La tercera fase… me quema el sistema circulatorio… una lágrima sale por uno de mis ojos…

Esto es, después de todo, la muerte. Un final no esperado. Purgo mi culpa, ¿estaré realmente reinsertado?

Después de 35 minutos el corazón deja de funcionar. El electrocardiógrafo deja de marcar el ritmo cardíaco y el verdugo certifica la muerte.

Murió a las 00:38 horas

 

Compartido en Revista Susurros de luz

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